domingo, 1 de enero de 2017

BILIS

Su mirada tropezó con el negro brillante del zapato de charol y el pie embutido en el medido ángulo que le marcaban los quince centímetros del tacón de aguja. En ese instante podía haber acabado todo. Podía haber apartado la vista y olvidarse. Sin embargo, la posiblilidad de descubrir desnuda aquella piel tantas veces imaginada, le puso una leve tensión en la bragueta.
Sus ojos fueron recorriendo poco a poco, muy lentamente, aquella inacabable pierna que escapaba, desafiante, de la negra tela del largo vestido. La delicada curva de la pantorrilla, la inquietante redondez de la rodilla y, más allá, la piel dorada y sensual de un muslo que se ocultába tímido, prometiendo placeres prohibidos, por encima de una ingle que la tela cubría por recato y por desatar la lujuria del deseo por lo no permitido.
Pensar en ello, o simplemente en la situación de pecado que su presencia allí suponía, le hacía subir un escalofrío por la columna a la vez que creaba un placentero calor en todo su ser. No quería aceptar la razón por la que estaba en aquel lugar. Alguien le había hablado del local y de la mujer que era la estrella en él. De su tremenda sensualidad y de su incontenida sexualidad. Y allí estaba. Observando la tela de raso adhiriéndose al cuerpo de la diva como una segunda piel que lanzaba libre la imaginación cambiándola, tan solo, de color.
Buscaron sus ojos la curva de los soñados pechos coronados por el empuje de unos agresivos pezones que, en lugar de prometer, reclamaban suspiros. Se hundió, con el corazón ya desbocado y la sangre concentrada en la entrepierna, en la profunda depresión de piel cálida y perfumada mientras buscaba la salvación en una boca húmeda y entreabierta de brillantes dientes blancos y labios carnosos, rojos, sensuales, verdadera antesala de perdición donde esperaba explotar la lujuria que desde tiempo se le negaba. La pequeña nariz respingona le llevó hasta los ojos grises enmarcados entre líneas de perfilador, sombra de párpados y unas pestañas y cejas tan negras como el raso del vestido.
Las miradas se encontraron. Él bajó los ojos. Se levantó con la cabeza gacha, dio media vuelta y se alejó con el corazón amargo y el recuerdo del cuadro sobre la chimenea de la vieja casona donde, un día, quedaron encerradas la pasión y la lujuria. Aquella madrugada volvió al amor del cuerpo, al amor oscuro, al amor sin alma. Y aunque ambos alcanzaron el clímax al unísono, se le instaló en el paladar el amargo sabor de la bilis.
Nunca volvió. Nunca supo si la otra pierna, oculta aquella noche, también prometía los mismos oscuros deseos, las mismas tórridas y prohibidas pasiones,  la misma invitación al pecado.