miércoles, 1 de febrero de 2017

TE ECHO DE MENOS

Cielo. Echo de menos mi cielo. Si. Ese lugar eterno y etéreo al que van las almas buenas para sentarse alrededor de Dios. Un sitio en el que cabemos todos porque, como también somos etéreos, no ocupamos espacio. Lo se porque yo antes, muy antes, era un ángel. Si, si. De esos vestidos de blanco con alas y esas cosas. Un ángel.
Pasó que un día, a consecuencia de un accidente, María iba a morir. María era la criatura más estupenda, maravillosa y hermosa que existía en la tierra, en el cielo y más allá. Quise bajar a buscarla para traerla a nuestro lado pero mi padre me dijo que no. Le insistí, y dijo no. Le rogué, y dijo no. Le supliqué, lloré, y dijo no. Incliné la cerviz, di media vuelta y bajé junto a María. La salvé. La dejé vivir. Sentí dentro de mi un estallido. Mi alma, o lo que tengamos dentro los etéreos, se rompió. Era la ira de mi padre. Me negó el regreso. Me expulsó de mi cielo.
Me quedé con María. Me trasladé al hospital y la acompañé, la cuidé, vigilé su sueño, limpié sus ojos... Reí con sus recuerdos, me entristecí con sus penas, sufrí con su dolor. Me enamoré.
Cuando salió del hospital fui a su casa y seguí cuidándola, consolándola, mimándola. Se enamoró. Perdidamente. Juntos creamos y vivimos nuestro propio cielo. El amor con María fue lo mejor que me había pasado en mi largo existir.
Pero mi padre, cruel, la hizo envejecer. No. No la hizo vieja así, de repente. Solo dejó que la naturaleza siguiese su curso. María envejeció y murió. Grité, bramé. Me retorcí de dolor. Me volví contra mi padre. Lo maldije y lo repudié. Recordé todo lo que era pecado en mi cielo y pequé. Profané templos, esas casas en las que se adoraba y rendía culto a mi padre. Profané a sus servidores. Fuí el más crápula entre los crápulas. El más despiadado. El mayor asesino entre los asesinos. Creé guerras, desolación, genocidios... y a cada muerte mi poder crecía. Tanto creció, tan grande lo sentí, que acabé ceyéndomelo yo mismo.
Inmaterial como era, ascendí y me enfrenté a mi padre en una guerra como deben ser las guerras: uno a uno. Sin ejércitos. Sin daños añadidos. Solo dos defendiendo cada cual sus intereses. Iba a ser una guerra larga. Los cielos tronaron. Se llenaron de fuego, de tinieblas, de luz, de miseria... Nadie, ningún ser fuese cual fuese su fuerza, fuese cual fuese su condición, tomó partido, tan solo observaban. Mi padre no tenía la Llave de Tinieblas imprescindible para vencerme. Yo, que había sido un ángel, si tenía la Llave de Luz que necesitaba. Solo podía haber un ganador.
Y entonces se rompió la norma. Noté una tremenda fuerza detrás de mi. Satán, el Gran Cabrón, se había sentido amenazado por el inmenso poder que la victoria me daría. Una enorme bola de negrura, odio y maldad me envolvió, estalló en un fuego de azufre y me destruyó. El Orden Ancestral se había restablecido y ahora era yo el que vagaba por la nada infinita. ¡Cielos! ¡Cómo echo de menos mi cielo!