lunes, 27 de noviembre de 2017

Y YA PARA SIEMPRE

La casualidad les llevó al apartado refugio de montaña. Luego, la imprevista tormenta les permitió gozar durante unos días de aquella relación que les unía. Se amaron sin reservas. Gozaron y disfrutaron el uno del otro en aquel inesperado aislamiento que el tardío manto les otorgó en la tranquilidad del bosque, del reflejo de las estrellas en la noche y el plácido resplandor del sol que iba derritiendo la nieve y calentando sus cuerpos durante el día. También fue un regalo para sus almas que, aún radiantes de felicidad, temblaban inquietas ante la fuerza de sus sentimientos y entristecidas por la pronta separación.
El segundo día acudieron a rescatarles pero no quisieron. Ya saldrían de allí por sus medios cuando las circunstancias lo permitiesen. No tenían prisa. Aún quedaban días sin obligaciones en los que podían vivir su paraíso. Las mañanas las dedicaban al sol que, a pesar del blanco velo, calentaba sus pieles y los encendía; las tardes abrazados frente  al hogar en el que crepitaban las llamas, les brindaban la tranquilidad disfrutando de la música que sonaba en el viejo giradiscos y el placer de una copa de vino entre besos y caricias; las noches, en cambio, las dedicaban al amor, un amor intenso, sin prisas, sin medidas.
Llegó, era inevitable, el día de la partida. Él, entre besos y caricias, le pidió que no se fuese. Ella, entre besos y sonrisas, le prometió que volvería, que habría más días, más tiempo, más calma. Le dedicó un mohín cómplice y se alejó con paso firme y seguro. La vió ir balanceando las caderas, introducirse en el coche y alejarse en la distancia mientras su mano le mandaba un alegre saludo.
Después, el accidente. Terrible. Definitivo. Él no sabía vivir sin ella. La ira, la rabia, la pena, lo consumían y empezó su deambular por una vida que no tenía nada que ofrecerle, por un mundo que ya no le importaba. La soñaba cada noche. La lloraba cada mañana. La buscaba en cada sombra, en cada sol, en cada luna mientras que, sin él saberlo, aprendía a vivir sin ella. Aprendió, si, pero nunca pudo olvidarla. Dejó de buscarla en las sombras, en el sol, en la luna y la buscó en otros placeres, en otras camas. No la encontró. Se cansó y dejó de buscarla. Rehizo su vida, encontró otros amores pero a pesar de quererlos, nunca logró olvidarla. Quizá tampoco quiso o quizá es que el primer amor nunca se olvida. Sin embargo, habían pasado veinte años en los que, aún sin olvidarla, aprendió a ser feliz. Tenía una familia, unos hijos, una mujer a la que amaba, y vivía cómodamente.
De pronto un día, su recuerdo fue más intenso, más nítido. Volvió a sentir su aroma, la seda de su piel, el calor de su aliento sobre el cuello y la zozobra le invadió al darse cuenta de cuanto la extrañaba, de cuanto, en el fondo de su alma, la quería a pesar de los años. No tenía fotos ni recuerdos fisicos de ella. Los quemó todos en un primer momento, en un ataque de ira, en uno de aquellos tiempos de angustia vital por la pérdida. Todo lo que le quedaba de ella estaba en su mente. Guardado en una mínima porción de su cerebro que había permanecido arrinconada a través de los años. Ahora, sin aparente motivo, resurgía, tomaba fuerza y reclamaba un espacio en su vida. A pesar de querer a su mujer, no le comentó nada. Sin saber porqué, le parecía una pequeña traición. Como si el retorno del recuerdo de aquel amor de antaño le robase certeza al amor presente. Sin llegar a entenderlo, se sentía culpable por algo de lo que él no tenía culpa alguna y que había pagado ya con creces en el pasado.
Pero el recuerdo no solo permanecía si no que se hacía más intenso. Un día creyó verla tras un árbol en el parque. Se acercó. No había nadie pero el perfume de ella permanecía en el aire. Otro día, en un viaje al pueblo de veinte años atrás, volvió a sentir su presencia y, tal vez, su silueta recortandose en el recodo de una calle. Dislocado su entender, decidió viajar a la cuidad en que ella habitó y en la que tantos momentos habían vivido. Recorrió las calles que los habían visto pasear abrazados, besandose, felices. Deambuló por los lugares que visitaran juntos hasta que en uno de ellos logró verla claramente entre la gente. Corrió mientras ella se alejaba. La llamó sin resultado. Ella seguía caminando sin aminorar el paso, como si no lo oyese y él seguía el rastro de su perfume pero, por más que corría, no lograba acercarse si bien, durante un breve instante, ella volvió la cabeza y pudo atisbar levemente el mismo mohín cómplice de años atrás. Al fin, retenido en su avance, la perdió entre el gentío de la gran avenida.
Triste, pesaroso y desconcertado, volvió al hotel en que se hospedaba. La cena le supo amarga. La cama, a pesar de estar en pleno verano, la encontró helada. Entre aquellas sábanas extrañas, temblaba de frío a la vez que sudaba por todos sus poros. La noche fue convulsa; su sueño, inquieto. Ya al amanecer, entró en un duermevela más tranquilo. Y entre los claroscuros del alba, la puerta de la habitación se abrió y entró ella luciendo la misma sonrisa brillante que le dedicó en aquella lejana despedida. No pudo menos que extenderle los brazos y ofrecerse a su ser. Se abrazaron con ternura, con pasión, con desesperación, con sensualidad, con lujuria. Dejaron fluir todo lo que llevaban dentro. Todo lo que habían contenido durante los veinte años en que se habían extrañado y echado de menos. Hicieron el amor como nunca, entregándose sin reservas. Los besos les quemaron la piel, las caricias encendieron lo más profundo, alcanzaron las nubes del éxtasis compartido y volvieron a la realidad de un presente que sabían pasado. El primer rayo de sol los encontró desnudos, abrazados y con la respiración agitada. Ella deshizo el abrazo, se levantó y ofreció a la luz su cuerpo mientras le tendía la mano a él:
--Ven comingo, amor. Hoy será ya para siempre.

TORMENTA

He pasado una noche infernal. La tormenta ha batido sin cesar encima del tejado de mi casa, haciéndola temblar como un rufián ante los agentes de la ley y, aún siendo esa hora incierta en que la luz no ha sido capaz de romper las sombras, se adivinaba un día gris y frío que no invitaba al esfuerzo de levantarse, sabiendo que la pasividad sería, sin duda, su seña de identidad.
Puse mi mente en blanco oyendo el repiquetear de la lluvia sobre las tejas, hasta que me venció de nuevo el sopor. Me rendí a él y, en un momento que escapa a mi recuerdo, me quedé dormido hasta que un rayo de sol, salido de no se sabe donde, decidió meterse todo entero en uno de mis ojos.
No lo aguanté ya más. Salí de la cama de un salto y bajé a desayunar. En frío porque, a consecuencia de la tormenta, no había electricidad y, por tanto, no funcionaba ni la placa ni el microondas. ¡Vaya! La caldera tampoco. ¿Y ahora? ¿Qué podía hacer? ¿Tal vez escribir? Tenía pendientes unos poemas para una antología benéfica pero ¡para rimar estaba yo!
Aburrido, me dirigí a la biblioteca, cogí un libro al azar, "los hijos de no se quién", y comenzé a leerlo sin mucho interés. Página uno, dos tres, cuatro... hasta la veinte. Veintiuno, veintidós, ciento sesenta y siete. ¿Cómo? ¿Por qué? Volví hacia atrás. Había algo entre las hojas. Algo duro. ¡Joder! ¡Era una oreja! ¡Una oreja humana! Pensé en Van Gohg. Recuerdo que el libro me lo regaló mi mujer para mi cumple. ¿Cómo había llegado la oreja de Van Gogh hasta allí? Él no la pudo poner porque el libro se editó en mil novecientos noventa y nueve.
Repasé mentalmente la imagen de los amigos y familiares que habían pasado por casa en los últimos tiempos. No. Todos tenían sus dos orejas. En un momento tonto, se me ocurrió que podía ser mía. No me atreví a levantar las manos y tocarlas. Intenté mirarme en el espejo del baño pero sin electricidad y siendo interior, no vi nada.
La verdad es que me empezaba a dominar la inquietud, cuando oí a mi hijo bajando por la escalera. Lo esperé pero pasó a mi lado sin tan siquiera verme y entró en la cocina donde, sin que yo acertase a comprender cómo había llegado hasta allí, estaba su madre.
--Mamá ¿crees que con esta lluvia papá se ahogará allá en su tumba del cementerio?
Entonces lo entendí. O no. Volví a abrir el libro. Tenía un cerco amarillento alrededor de la oreja y las manchas, ya marrones por el tiempo, de unas gotas de sangre. Añadí los círculos de dos pequeñas lágrimas, lo cerré y, con toda delicadeza, lo reintegré a su lugar en la estantería.