jueves, 7 de diciembre de 2017

OBSTINACIÓN

     
  Un extraño suceso acaeció en aquellos tiempos marcados por la más oscura de las tristezas que jamás padeció ese pueblo. Dicen algunos que aquellos hechos no pasaron de ser los cuentos de la abuela y el mucho hacer de la superstición que dominaba a las gentes. Sin embargo, quedan suficientes referencias publicadas en diferentes medios y formatos que dan certeza y verosimilitud a todo lo acaecido.
No vale ir ahora autoproclamarse como liberadores, ni tampoco ir esquivando el destino porque ya no queda nadie a quien el silencio o el griterío pueda hacer el mínimo daño o, por lo menos, pueda sucumbir al intento. Por tanto, hay que caminar huyendo de cicatrices y silencios para poder, de una vez por todas, resurgir de entre las cenizas, renacer y enfrentarse abiertamente al juicio de la historia. La crueldad de aquellos individuos, la facilidad con que infringieron la muerte a cientos de miles de seres, la falta de sentimientos que les caracterizaba y definía, no puede borrar ni hacer desaparecer la cobardía de los gobernantes de aquellas tierras, ni la triste y vergonzosa colaboración mantenida con quienes, en principio y tal y como demostraron en el transcurrir del tiempo, eran sus mortales enemigos.
"Entraron por la fuerza en nuestro territorio sin que mediase provocación por nuestra parte ni declaración de guerra por la suya. En tres días ocuparon cuidades y aldeas haciéndose los amos absolutos de aquello que no era suyo, que no les correspondía y que tomaron y tuvieron solo por el derecho de la fuerza. Fue inútil, ¡cómo no!, que algunos cientos, o miles, o, tal vez, cientos de miles, nos organizasemos en un intento inútil de ir esquivando el destino y recuperar la libertad por la que nuestros antepasados habían luchado con tanto ahínco y durante tanto tiempo en una época todavía no muy lejana".
Esos pocos, no quisieron, en su tiempo, vivir aceptando el presente que les proponían, aceptando el estrupo de su vida que suponía la libre esclavitud a la que pretendían someterlos. Surgieron de su resistencia historias del alma, verdaderas heroicidades que permanecerán ya por siempre en los libros que hablen de su nación, en las mentes de sus gentes, y que serán transmitidas de generación en generación en un proceso implacable que condenará eternamente a aquellos malditos demonios de Marte, tan poderosos, tan creídos y confiados de sí mismos, de su poder y de su supremacía tecnológica y de raza que olvidaron  una de las máximas más ciertas que mantienen en pie la dignidad del ser humano.
Y es que cuando a un pueblo lo despojas de todo, lo hundes en la miseria y consigues que ya no tenga nada más que perder, buscará el modo, la forma de resurgir en la oscuridad, un nuevo horizonte hacia el que caminar para encontrar una ilusionante esperanza que le lleve a acabar con sus opresores, crear un futuro distinto para sus hijos y recuperar de nuevo el mayor de sus tesoros: la libertad.
Aquel pueblo, aún sumido en el horror y azotado por la barbarie, supo levantarse y luchar hasta arrojar a sus enemigos al mar  de la razón, a destruir las alambradas y derribar los muros de la soberbia, la represión y el holocausto. No. No son cuentos de vieja, ni de noches frente al calor de la chimenea. ni de supersticiones miedosas y exageradas. Es simplemente, el recuerdo de una realidad que hoy nos resulta increíble, más aún porque nos negamos a creerla.

lunes, 27 de noviembre de 2017

Y YA PARA SIEMPRE

La casualidad les llevó al apartado refugio de montaña. Luego, la imprevista tormenta les permitió gozar durante unos días de aquella relación que les unía. Se amaron sin reservas. Gozaron y disfrutaron el uno del otro en aquel inesperado aislamiento que el tardío manto les otorgó en la tranquilidad del bosque, del reflejo de las estrellas en la noche y el plácido resplandor del sol que iba derritiendo la nieve y calentando sus cuerpos durante el día. También fue un regalo para sus almas que, aún radiantes de felicidad, temblaban inquietas ante la fuerza de sus sentimientos y entristecidas por la pronta separación.
El segundo día acudieron a rescatarles pero no quisieron. Ya saldrían de allí por sus medios cuando las circunstancias lo permitiesen. No tenían prisa. Aún quedaban días sin obligaciones en los que podían vivir su paraíso. Las mañanas las dedicaban al sol que, a pesar del blanco velo, calentaba sus pieles y los encendía; las tardes abrazados frente  al hogar en el que crepitaban las llamas, les brindaban la tranquilidad disfrutando de la música que sonaba en el viejo giradiscos y el placer de una copa de vino entre besos y caricias; las noches, en cambio, las dedicaban al amor, un amor intenso, sin prisas, sin medidas.
Llegó, era inevitable, el día de la partida. Él, entre besos y caricias, le pidió que no se fuese. Ella, entre besos y sonrisas, le prometió que volvería, que habría más días, más tiempo, más calma. Le dedicó un mohín cómplice y se alejó con paso firme y seguro. La vió ir balanceando las caderas, introducirse en el coche y alejarse en la distancia mientras su mano le mandaba un alegre saludo.
Después, el accidente. Terrible. Definitivo. Él no sabía vivir sin ella. La ira, la rabia, la pena, lo consumían y empezó su deambular por una vida que no tenía nada que ofrecerle, por un mundo que ya no le importaba. La soñaba cada noche. La lloraba cada mañana. La buscaba en cada sombra, en cada sol, en cada luna mientras que, sin él saberlo, aprendía a vivir sin ella. Aprendió, si, pero nunca pudo olvidarla. Dejó de buscarla en las sombras, en el sol, en la luna y la buscó en otros placeres, en otras camas. No la encontró. Se cansó y dejó de buscarla. Rehizo su vida, encontró otros amores pero a pesar de quererlos, nunca logró olvidarla. Quizá tampoco quiso o quizá es que el primer amor nunca se olvida. Sin embargo, habían pasado veinte años en los que, aún sin olvidarla, aprendió a ser feliz. Tenía una familia, unos hijos, una mujer a la que amaba, y vivía cómodamente.
De pronto un día, su recuerdo fue más intenso, más nítido. Volvió a sentir su aroma, la seda de su piel, el calor de su aliento sobre el cuello y la zozobra le invadió al darse cuenta de cuanto la extrañaba, de cuanto, en el fondo de su alma, la quería a pesar de los años. No tenía fotos ni recuerdos fisicos de ella. Los quemó todos en un primer momento, en un ataque de ira, en uno de aquellos tiempos de angustia vital por la pérdida. Todo lo que le quedaba de ella estaba en su mente. Guardado en una mínima porción de su cerebro que había permanecido arrinconada a través de los años. Ahora, sin aparente motivo, resurgía, tomaba fuerza y reclamaba un espacio en su vida. A pesar de querer a su mujer, no le comentó nada. Sin saber porqué, le parecía una pequeña traición. Como si el retorno del recuerdo de aquel amor de antaño le robase certeza al amor presente. Sin llegar a entenderlo, se sentía culpable por algo de lo que él no tenía culpa alguna y que había pagado ya con creces en el pasado.
Pero el recuerdo no solo permanecía si no que se hacía más intenso. Un día creyó verla tras un árbol en el parque. Se acercó. No había nadie pero el perfume de ella permanecía en el aire. Otro día, en un viaje al pueblo de veinte años atrás, volvió a sentir su presencia y, tal vez, su silueta recortandose en el recodo de una calle. Dislocado su entender, decidió viajar a la cuidad en que ella habitó y en la que tantos momentos habían vivido. Recorrió las calles que los habían visto pasear abrazados, besandose, felices. Deambuló por los lugares que visitaran juntos hasta que en uno de ellos logró verla claramente entre la gente. Corrió mientras ella se alejaba. La llamó sin resultado. Ella seguía caminando sin aminorar el paso, como si no lo oyese y él seguía el rastro de su perfume pero, por más que corría, no lograba acercarse si bien, durante un breve instante, ella volvió la cabeza y pudo atisbar levemente el mismo mohín cómplice de años atrás. Al fin, retenido en su avance, la perdió entre el gentío de la gran avenida.
Triste, pesaroso y desconcertado, volvió al hotel en que se hospedaba. La cena le supo amarga. La cama, a pesar de estar en pleno verano, la encontró helada. Entre aquellas sábanas extrañas, temblaba de frío a la vez que sudaba por todos sus poros. La noche fue convulsa; su sueño, inquieto. Ya al amanecer, entró en un duermevela más tranquilo. Y entre los claroscuros del alba, la puerta de la habitación se abrió y entró ella luciendo la misma sonrisa brillante que le dedicó en aquella lejana despedida. No pudo menos que extenderle los brazos y ofrecerse a su ser. Se abrazaron con ternura, con pasión, con desesperación, con sensualidad, con lujuria. Dejaron fluir todo lo que llevaban dentro. Todo lo que habían contenido durante los veinte años en que se habían extrañado y echado de menos. Hicieron el amor como nunca, entregándose sin reservas. Los besos les quemaron la piel, las caricias encendieron lo más profundo, alcanzaron las nubes del éxtasis compartido y volvieron a la realidad de un presente que sabían pasado. El primer rayo de sol los encontró desnudos, abrazados y con la respiración agitada. Ella deshizo el abrazo, se levantó y ofreció a la luz su cuerpo mientras le tendía la mano a él:
--Ven comingo, amor. Hoy será ya para siempre.

TORMENTA

He pasado una noche infernal. La tormenta ha batido sin cesar encima del tejado de mi casa, haciéndola temblar como un rufián ante los agentes de la ley y, aún siendo esa hora incierta en que la luz no ha sido capaz de romper las sombras, se adivinaba un día gris y frío que no invitaba al esfuerzo de levantarse, sabiendo que la pasividad sería, sin duda, su seña de identidad.
Puse mi mente en blanco oyendo el repiquetear de la lluvia sobre las tejas, hasta que me venció de nuevo el sopor. Me rendí a él y, en un momento que escapa a mi recuerdo, me quedé dormido hasta que un rayo de sol, salido de no se sabe donde, decidió meterse todo entero en uno de mis ojos.
No lo aguanté ya más. Salí de la cama de un salto y bajé a desayunar. En frío porque, a consecuencia de la tormenta, no había electricidad y, por tanto, no funcionaba ni la placa ni el microondas. ¡Vaya! La caldera tampoco. ¿Y ahora? ¿Qué podía hacer? ¿Tal vez escribir? Tenía pendientes unos poemas para una antología benéfica pero ¡para rimar estaba yo!
Aburrido, me dirigí a la biblioteca, cogí un libro al azar, "los hijos de no se quién", y comenzé a leerlo sin mucho interés. Página uno, dos tres, cuatro... hasta la veinte. Veintiuno, veintidós, ciento sesenta y siete. ¿Cómo? ¿Por qué? Volví hacia atrás. Había algo entre las hojas. Algo duro. ¡Joder! ¡Era una oreja! ¡Una oreja humana! Pensé en Van Gohg. Recuerdo que el libro me lo regaló mi mujer para mi cumple. ¿Cómo había llegado la oreja de Van Gogh hasta allí? Él no la pudo poner porque el libro se editó en mil novecientos noventa y nueve.
Repasé mentalmente la imagen de los amigos y familiares que habían pasado por casa en los últimos tiempos. No. Todos tenían sus dos orejas. En un momento tonto, se me ocurrió que podía ser mía. No me atreví a levantar las manos y tocarlas. Intenté mirarme en el espejo del baño pero sin electricidad y siendo interior, no vi nada.
La verdad es que me empezaba a dominar la inquietud, cuando oí a mi hijo bajando por la escalera. Lo esperé pero pasó a mi lado sin tan siquiera verme y entró en la cocina donde, sin que yo acertase a comprender cómo había llegado hasta allí, estaba su madre.
--Mamá ¿crees que con esta lluvia papá se ahogará allá en su tumba del cementerio?
Entonces lo entendí. O no. Volví a abrir el libro. Tenía un cerco amarillento alrededor de la oreja y las manchas, ya marrones por el tiempo, de unas gotas de sangre. Añadí los círculos de dos pequeñas lágrimas, lo cerré y, con toda delicadeza, lo reintegré a su lugar en la estantería.

jueves, 29 de junio de 2017

LA VICTORIA



El jinete galopa forzando al máximo su montura entre una nube de polvo que deja surcos en su cara, creados por el sudor y las lágrimas. No se permite el mínimo descanso. Debe llegar a la cuidad cuanto antes y dar la noticia al rey. Es al atardecer que llega desfallecido, a punto de desplomarse. Es conducido, de inmediato, a la presencia del rey que, desde que fue avisado de que un jinete se acercaba a galope tendido,  le espera ansioso en en salón  del trono. "Una gran victoria, señor. Una gran victoria. El ejército se reorganiza rápidamente preparandose ya para avanzar hasta la capital"
El rey, con el corazón queriéndosele salir del pecho y los ojos inundados de lágrimas, ordenó una gran fiesta que continuase hasta la llegada de los valientes. Durante unos días, el pueblo disfrutó, comió, bebió, bailó y celebró la noticia desbordado de alegría, renacido en una esperanza que hacía  olvidar a los soldados que habían dado su vida por salvarlos. Es al amanecer del quinto día que, entre una inmensa nube de polvo, el vigía divisa los pendones y estandartes del ejécito brillando al sol del amanecer.
¿Qué significa esto? -pregunta el rey el jinete que, días antes, le llevara la noticia.
Como os dije, majestad, fue una gran victoria y el ejercito vendría sobre la cuidad. Comprendo vuestro dolor al saber que se trata del ejército enemigo. ¿Qué podía hacer? Nuestra tropa fue masacrada en la batalla que era la última esperanza de salvación para nuestro pueblo. Rodeados de enemigos por el norte, el sur y el este, la victoria era la única salida que nos quedaba para subsistir,  pero no fue así. Pude deciros la verdad ¿para qué? De todas formas, vamos a ser exterminados sin piedad. El pueblo podía morir con angustia, dolor, desesperación... sin dignidad. De esta forma ha vivido unos días de esperanza, de gozo, de alegría y fiesta.
Hoy morirán. Pero muchos, la mayoría, ni habrán despertado de la orgía de placeres disfrutada y lo harán con una sonrisa en sus labios, con la luz de otro amanecer en sus ojos. Si, hoy morirán y nosotros con ellos. Descansen, descansemos, en paz porque nada quedará en la Historia que hable de este reino. Nuestro tiempo, más que terminar, deja de existir a partir de hoy. Se abrazaron como viejos amigos y juntos, con paso firme y la cabeza alta, caminaron para encontrarse con su destino junto al resto de su pueblo.

domingo, 4 de junio de 2017

LA LUNA Y EL LORD



El Drophead Coupé amarillo rodaba a cientro treinta kilómetros por hora dejando tras de sí una inmensa nube de polvo. El último control del día estaba cerca y su conductora esperaba llegar a él, por fin, en primer lugar. La sonrisa se borró de sus labios.
-No. Otra vez no. El Bugatti Tourer azul volvía a estar, una vez más, al otro lado de la meta. Cuando paró junto al juez, su disgusto era notorio.
-Lo siento miss Cristie. Lord Wintsey se le ha vuelto a adelantar y se consolida como favorito.
-Gracias Marcus. Eso parece pero el rally no ha terminado todavía.
Aparcó el coche y subió al barracón que servía de club social.
-Bienvenida miss Cristie -la saludó el lord con suficiencia- Debo felicitarla por su segunda plaza.
-Es usted un engreído y un petulante Winsey -obvió el título intencionadamente- Algún día se tragará su orgullo.
-No debiera enfadarse Agatha -el tono y la confianza eran burlescos- La realidad es que ni su Bentley ni usted están a la altura del Bugatti ni de mi pericia como piloto.
-Y usted, milord, no percibe en su corto entender lo que una mujer es capaz de llegar a hacer por orgullo. ¡Cuídese!
Le dió la espalda en un desaire y entró en el barracón  bajo los aplausos de  franceses, italianos y alemanes. El lord, que había acudido a la excavación en busca de tesoros, no atraía simpatías de nadie si bien los británicos estaban divididos entre la intrepidez de Agatha, enfrentada a un mundo de hombres y la rancia tradición británica que Wintsey representaba.
El rally, en sí, se concibió para entretener a familiares y acompañantes de los científicos y trabajadores que componían la expedición. Un simple entretenimiento con el que todos se distraían y que, en principio servía para estrechar lazos de compañerismo entre las gentes de los distintos países que participaban en el proyecto. Sin embargo, la llegada de lord Wintsey con un coche que era una réplica del último vencedor de las 24 horas de Le Mans, había convertido aquella inocente diversión en una verdadera competición a nivel de máquinas, personas y naciones. Una lucha por la supremacía de unos sobre otros  que, unida a las nuevas leyes que los gobernantes del país habían proclamado sobre la forma de proceder con los hallazgos arqueológicos  y con las que no todos estaban de acuerdo ni aceptaban por igual, había creado una profunda división y  un ambiente envenenado dentro de la distracción.
Aquella noche, tras la cena, estaban en el salón cada cual dedicado a sus aficiones o a conversar con los amigos. Michelle, la esposa del doctor Rouseau y que también participaba en la carera a ños mandos de un pesado y elegante Renault 40, estaba leyendo el períodico.
-Miren -exclamó alterada- Miren lo que dice aquí: laidy Herrick fue hallada muerta en su lecho. Sucedió mientras su marido asistía a una recepción del Palacio Real a la que la difunta no pudo acudir por estar indispuesta.
-¿Dice cómo ocurrió? -preguntó lord Wintsey.
-Al parecer le atravesaron el corazón con una espada de la propia colección de armas de lord Herrick. Scotland Yard sospecha que pudo tratarse de un robo pero, como no se ha echado nada en falta, piensan que el asesino huyó por algún motivo. Tal vez, la cercanía de algún criado.
-¿Y eso ocurrió...?
-Fue... a ver... el 14 de abril
-¿Le ocurre algo lord Wintey? Se ha puesto lívido como el mármol.
-No. No es nada miss Cristie. La fallecida era prima lejana mía. Discúlpeme, debo telegrafiar.
-¿A estas horas?
-Usted no lo entiende. Creo que... Lord Herrick... el palacio...Yo... -llamó a su ayudante y abandonó el salón.
Aquello fue la comidilla de la noche pero pronto pasaría a segundo plano. Al amanecer, los gritos del ayudante de lord Wintsey despertaron a todos.
-¿Qué sucede? - preguntaba con voz sonnolienta  la francesa Michelle.
-Es Willians -respondió su marido- al parecer, lord Wintsey ha amanecido muerto. La policía ya está avisada. Hasta que ellos lo permitan, nadie saldrá al campo de trabajo ni a ningún otro lugar.
El grupo se dirigió a los aposentos del finado donde ya se encontraba la policía y el médico.
-¿Se sabe algo al respecto? -preguntó el jefe de la expedición alemana.
-El doctorDonnatelli -respondió un hombre iraní que se presentó a sí mismo como inspector de policía- cree que se trata de una muerte natural, -hizo un gesto de contención al doctor- tal vez un ataque al corazón y yo no veo indicios para pensar de otra forma. ¿Tengo razón mis Cristie?
-¿Qué insinúa? -preguntó esta a a su vez.
-Nada si, como pensamos, ha sido un ataque al corazón. Sin embargo, ha llegado a mis oidos que por la tarde usted amenazó al muerto.
-Tuvimos unas discrepancias, si, pero ¿qué tiene eso que ver?
-Quizá nada o quizá todo. Me han dicho que es usted una experta en venenos. Teniendo en cuenta el olor a castañas que el cadáver desprende y la facilidad con que se le cae el pelo... ¿diría usted que pudo ser envenenado con...
-¿Cianuro? ¿Creen ustedes que yo asesiné a lord Wintsey administrándole cianuro? ¿Cuándo? ¿Con qué fin? ¿para ganar el rally tal vez? ¿En serio me considera usted, comisario, capaz de asesinar por un simple juego?
-Yo, señora mía, no se nada. Tan solo me remito a las evidencias y lo que hasta ahora he podido investigar, la colocan a usted en una delicada situación tanto por la conversación mantenida con el difunto como por sus conocimientos si se afianza la teoría del envenenamiento. De momento he de pedirle que se mantenga disponible para la policía.
Introdujeron el cuerpo en una ambulancia disponiéndose a marchar.
-Señor Willians -gritó el comisario- Venga usted con nosotros. Le necesitaremos para completar el papeleo.
-Pero... yo no puedo... los enseres de lord...
-¡Ahora! No me entusiasma el desierto
-Lo siento mis Cristie -se disculpó el doctor Donnatelli una vez que la policía se hubo alejado- Todos creemos en du inocencia y pensamos que se trata de un mal entendido pero la teoría del envenenamiento parece más que problable.
-Entonces, tendremos que desenmascarar al culpable. Les aseguro que no he sido yo y que mi confianza en la policía local es nula.
-Nos tiene a su disposición Agatha -se ofreció Albert Kerr, el arqueólogo alemán- A todos.
Un rumor general ratificó aquellas palabras.  Michelle, Marcus y el joven Pietro, hijo del doctor, le ofrecieron su ayuda incondicional. Aquello les mantendría ocupados. Formarían un equipo e investigarían los hechos hasta dar con el culpable. Agatha, por su experiencia, no tenía ninguna duda sobre la causa de la muerte pero ¿quién podría querer asesinarlo y por qué?
Ella y sus animosos ayudantes se dirigieron a los aposentos de lord Winsey pero el comisario había dejado en ellos un agente y no pudieron entrar.
-¿Qué podemos hacer? -preguntó Pietro muy afectado. El joven admiraba a Agatha casi hasta la adoración.
-Veamos -era Agatha la que hablaba- lord Wintsey se mostró muy afectado por la muerte de lady Herrick y quiso telegrafiar de inmediato. ¿A dónde y por qué?
-Deberíamos hablar con el telegrafista -aportó Michelle.
Todos se dirigieron a la tienda del telégrafo aunque Marcus cambió de rumbo a mitad de camino.
El telegrafista les recibió con evidente simpatía y dispuesto a prestarles toda la ayuda que precisaran. Si. Lord Wintsey le había pedido que telegrafiase a Londres. Primero a lord Herrick. Un mensaje extraño.
-¿Extraño? ¿En qué sentido?
-No debiera miss Cristie pero tratándose de usted y dado que la policía no ha intervenido en este sentido... El mensaje decía, lo recuerdo porque era muy corto: "La luna, lord Herrick, es a veces como una linterna"
-¿La luna? ¿Una linterna?. Extraño mensaje, es verdad ¿Qué querría decir?
-Luego intentamos telegrafiar a Scotland Yard -continuó- pero ya no fue posible. Sin embargo hoy he recibido una contestación al mensaje enviado anoche. Aquí está.
-Está usted loco Wintsey. Loco. Herrick. -leyó Agatha en voz alta- Gracias George. Ha sido una gran ayuda. ¿Dónde está Marcus? ¿No venía con nosotros?
Al salir lo vieron llegar corriendo.
-Deberíais ver lo que he descubierto -dijo excitado- Venid conmigo.
Los llevó, dando un rodeo hasta la parte trasera de los aposentos del muerto. Justo la zona que ocupaba Willians, su ayudante. Entraron sigilosamente por un hueco que la lona, suelta, dejaba.
-Mirad. Aquí. -Les dijo mostrándoles un frasco y una cartera cargada de billetes.
-Cianuro -aseguró Agatha oliendo el frasco- y ahí debe haber varios miles de libras. La luna, una linterna... quizá si tenga sentido. Es posible.
El interrogatorio a Willians lo aclaró todo. Lord Herrick le había ofrecido una pequeña fortuna que le había entregado junto con el frasco de veneno, la noche anterior al embarque para Asia. Él no sabía cuáles eran los motivos. Tan solo que debía eliminar a lord Wintsey evitando que pudiese ponerse en contacto con Inglaterra y, sobre todo, con Scotland Yard. Su plan era eliminarlo en el desierto durante el rallye con intención de que pareciese un accidente pero el intento de telegrafiar de la noche anterior, había desatado los acontecimientos obligándole a actuar con premura.
Con la declaración de Willians, Arthur Herrick se vino abajo. Las deudas le agobiaban pero su esposa, propietaria de la fortuna, no le permitía el acceso a la misma. Su única posibilidad pasaba por la herencia. El 14 de abril,  la recepción en el Palacio Real, le brindó la oportunidad de librarse de ella bajo una buena coartada pero, desgraciadamente, la luna llena de aquella noche permitió que lord Wintsey le viese abandonando el palacio entre los setos de los jardines. No le quedó otra salida. La partida de este  al día siguiente para el desierto y la ambición de su ayudante facilitaban una solución lejos de la corte.

miércoles, 1 de febrero de 2017

TE ECHO DE MENOS

Cielo. Echo de menos mi cielo. Si. Ese lugar eterno y etéreo al que van las almas buenas para sentarse alrededor de Dios. Un sitio en el que cabemos todos porque, como también somos etéreos, no ocupamos espacio. Lo se porque yo antes, muy antes, era un ángel. Si, si. De esos vestidos de blanco con alas y esas cosas. Un ángel.
Pasó que un día, a consecuencia de un accidente, María iba a morir. María era la criatura más estupenda, maravillosa y hermosa que existía en la tierra, en el cielo y más allá. Quise bajar a buscarla para traerla a nuestro lado pero mi padre me dijo que no. Le insistí, y dijo no. Le rogué, y dijo no. Le supliqué, lloré, y dijo no. Incliné la cerviz, di media vuelta y bajé junto a María. La salvé. La dejé vivir. Sentí dentro de mi un estallido. Mi alma, o lo que tengamos dentro los etéreos, se rompió. Era la ira de mi padre. Me negó el regreso. Me expulsó de mi cielo.
Me quedé con María. Me trasladé al hospital y la acompañé, la cuidé, vigilé su sueño, limpié sus ojos... Reí con sus recuerdos, me entristecí con sus penas, sufrí con su dolor. Me enamoré.
Cuando salió del hospital fui a su casa y seguí cuidándola, consolándola, mimándola. Se enamoró. Perdidamente. Juntos creamos y vivimos nuestro propio cielo. El amor con María fue lo mejor que me había pasado en mi largo existir.
Pero mi padre, cruel, la hizo envejecer. No. No la hizo vieja así, de repente. Solo dejó que la naturaleza siguiese su curso. María envejeció y murió. Grité, bramé. Me retorcí de dolor. Me volví contra mi padre. Lo maldije y lo repudié. Recordé todo lo que era pecado en mi cielo y pequé. Profané templos, esas casas en las que se adoraba y rendía culto a mi padre. Profané a sus servidores. Fuí el más crápula entre los crápulas. El más despiadado. El mayor asesino entre los asesinos. Creé guerras, desolación, genocidios... y a cada muerte mi poder crecía. Tanto creció, tan grande lo sentí, que acabé ceyéndomelo yo mismo.
Inmaterial como era, ascendí y me enfrenté a mi padre en una guerra como deben ser las guerras: uno a uno. Sin ejércitos. Sin daños añadidos. Solo dos defendiendo cada cual sus intereses. Iba a ser una guerra larga. Los cielos tronaron. Se llenaron de fuego, de tinieblas, de luz, de miseria... Nadie, ningún ser fuese cual fuese su fuerza, fuese cual fuese su condición, tomó partido, tan solo observaban. Mi padre no tenía la Llave de Tinieblas imprescindible para vencerme. Yo, que había sido un ángel, si tenía la Llave de Luz que necesitaba. Solo podía haber un ganador.
Y entonces se rompió la norma. Noté una tremenda fuerza detrás de mi. Satán, el Gran Cabrón, se había sentido amenazado por el inmenso poder que la victoria me daría. Una enorme bola de negrura, odio y maldad me envolvió, estalló en un fuego de azufre y me destruyó. El Orden Ancestral se había restablecido y ahora era yo el que vagaba por la nada infinita. ¡Cielos! ¡Cómo echo de menos mi cielo!

domingo, 1 de enero de 2017

BILIS

Su mirada tropezó con el negro brillante del zapato de charol y el pie embutido en el medido ángulo que le marcaban los quince centímetros del tacón de aguja. En ese instante podía haber acabado todo. Podía haber apartado la vista y olvidarse. Sin embargo, la posiblilidad de descubrir desnuda aquella piel tantas veces imaginada, le puso una leve tensión en la bragueta.
Sus ojos fueron recorriendo poco a poco, muy lentamente, aquella inacabable pierna que escapaba, desafiante, de la negra tela del largo vestido. La delicada curva de la pantorrilla, la inquietante redondez de la rodilla y, más allá, la piel dorada y sensual de un muslo que se ocultába tímido, prometiendo placeres prohibidos, por encima de una ingle que la tela cubría por recato y por desatar la lujuria del deseo por lo no permitido.
Pensar en ello, o simplemente en la situación de pecado que su presencia allí suponía, le hacía subir un escalofrío por la columna a la vez que creaba un placentero calor en todo su ser. No quería aceptar la razón por la que estaba en aquel lugar. Alguien le había hablado del local y de la mujer que era la estrella en él. De su tremenda sensualidad y de su incontenida sexualidad. Y allí estaba. Observando la tela de raso adhiriéndose al cuerpo de la diva como una segunda piel que lanzaba libre la imaginación cambiándola, tan solo, de color.
Buscaron sus ojos la curva de los soñados pechos coronados por el empuje de unos agresivos pezones que, en lugar de prometer, reclamaban suspiros. Se hundió, con el corazón ya desbocado y la sangre concentrada en la entrepierna, en la profunda depresión de piel cálida y perfumada mientras buscaba la salvación en una boca húmeda y entreabierta de brillantes dientes blancos y labios carnosos, rojos, sensuales, verdadera antesala de perdición donde esperaba explotar la lujuria que desde tiempo se le negaba. La pequeña nariz respingona le llevó hasta los ojos grises enmarcados entre líneas de perfilador, sombra de párpados y unas pestañas y cejas tan negras como el raso del vestido.
Las miradas se encontraron. Él bajó los ojos. Se levantó con la cabeza gacha, dio media vuelta y se alejó con el corazón amargo y el recuerdo del cuadro sobre la chimenea de la vieja casona donde, un día, quedaron encerradas la pasión y la lujuria. Aquella madrugada volvió al amor del cuerpo, al amor oscuro, al amor sin alma. Y aunque ambos alcanzaron el clímax al unísono, se le instaló en el paladar el amargo sabor de la bilis.
Nunca volvió. Nunca supo si la otra pierna, oculta aquella noche, también prometía los mismos oscuros deseos, las mismas tórridas y prohibidas pasiones,  la misma invitación al pecado.