lunes, 27 de noviembre de 2017

TORMENTA

He pasado una noche infernal. La tormenta ha batido sin cesar encima del tejado de mi casa, haciéndola temblar como un rufián ante los agentes de la ley y, aún siendo esa hora incierta en que la luz no ha sido capaz de romper las sombras, se adivinaba un día gris y frío que no invitaba al esfuerzo de levantarse, sabiendo que la pasividad sería, sin duda, su seña de identidad.
Puse mi mente en blanco oyendo el repiquetear de la lluvia sobre las tejas, hasta que me venció de nuevo el sopor. Me rendí a él y, en un momento que escapa a mi recuerdo, me quedé dormido hasta que un rayo de sol, salido de no se sabe donde, decidió meterse todo entero en uno de mis ojos.
No lo aguanté ya más. Salí de la cama de un salto y bajé a desayunar. En frío porque, a consecuencia de la tormenta, no había electricidad y, por tanto, no funcionaba ni la placa ni el microondas. ¡Vaya! La caldera tampoco. ¿Y ahora? ¿Qué podía hacer? ¿Tal vez escribir? Tenía pendientes unos poemas para una antología benéfica pero ¡para rimar estaba yo!
Aburrido, me dirigí a la biblioteca, cogí un libro al azar, "los hijos de no se quién", y comenzé a leerlo sin mucho interés. Página uno, dos tres, cuatro... hasta la veinte. Veintiuno, veintidós, ciento sesenta y siete. ¿Cómo? ¿Por qué? Volví hacia atrás. Había algo entre las hojas. Algo duro. ¡Joder! ¡Era una oreja! ¡Una oreja humana! Pensé en Van Gohg. Recuerdo que el libro me lo regaló mi mujer para mi cumple. ¿Cómo había llegado la oreja de Van Gogh hasta allí? Él no la pudo poner porque el libro se editó en mil novecientos noventa y nueve.
Repasé mentalmente la imagen de los amigos y familiares que habían pasado por casa en los últimos tiempos. No. Todos tenían sus dos orejas. En un momento tonto, se me ocurrió que podía ser mía. No me atreví a levantar las manos y tocarlas. Intenté mirarme en el espejo del baño pero sin electricidad y siendo interior, no vi nada.
La verdad es que me empezaba a dominar la inquietud, cuando oí a mi hijo bajando por la escalera. Lo esperé pero pasó a mi lado sin tan siquiera verme y entró en la cocina donde, sin que yo acertase a comprender cómo había llegado hasta allí, estaba su madre.
--Mamá ¿crees que con esta lluvia papá se ahogará allá en su tumba del cementerio?
Entonces lo entendí. O no. Volví a abrir el libro. Tenía un cerco amarillento alrededor de la oreja y las manchas, ya marrones por el tiempo, de unas gotas de sangre. Añadí los círculos de dos pequeñas lágrimas, lo cerré y, con toda delicadeza, lo reintegré a su lugar en la estantería.

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