lunes, 5 de diciembre de 2016

ELLA

El paisaje, el llano, las lejanas montañas, el camino... y ella. Tras el recodo, las piedras que antaño le sirvieran de refugio. Su aroma, aquel aroma a cerezas silvestres y miel, lo impregnaba todo.
Yo tenía la fuerza de la magia. Ella la encaminaba, la dirigía con sus conjuros y la hacía fluir. Juntos emprendimos un viaje de etapas sin fin en el que los sentidos iban libres, gobernaban nuestras vidas un tiempo y remitían. Hasta aquel día. Por vez primera no fuimos iguales. El bebedizo tenía distinto sabor. Mi espíritu voló, más su cuerpo se apoderó del mío. Sus labios, como su olor, eran cereza y miel. Frescos y ardientes. Eran en sí mismos la puerta a un mundo de goces y sentidos. Gimió en mí y yo gemí en ella. Sorbimos cada uno el aire que respiraba el otro. Entrelazamos los cuerpos estremeciéndonos en mil posturas que nos transportaron a goces infinitos. Y fue la luna la que alumbrando nuestro amor, nos sacó de él al llenar de luz el lecho que nos acogía. Un rayo plateado se reflejó en sus ojos cuando, a lo lejos, aulló el lobo. Entonces se incorporó cubriendo su desnudez con la sábana. La magia se había roto. En aquel momento, solo eramos una mujer y un hombre.
Me recreé en la vista de la piel de su espalda. Suave, tibia, dorada. La acaricié apenas con la llema de los dedos. Se giró entregandose a mis brazos, a mis manos, a mis labios. Volvimos al amor conscientes esta vez de ser nosotros mismos. Solo dos seres mortales que se gozaban en la espiral de una carrera contra no sabíamos qué. Los jadeos, los suspiros, los susurros, se convirtieron, sin nosotros quererlo, en la llamada a aquellas fuerzas que, a través de ella, cambiarían nuestras vidas. Caímos en un duermevela con las pieles fundidas, con las almas enredadas, hasta que la primera luz del amanecer nos hirió los ojos.
Fue cuando aparecieron. Ruido de cascos y piafar de caballos en el patio. Sonar de armaduras en los corredores. No hubo entrechocar de espadas. Nadie se enfrentó a ellos. El señor de aquellas tierras venía a buscarla y se la llevó.
Vestida con sus mejores galas. Serena frente a su destino. Brillantes los ojos con el destello de la noche de amor. Una simple bajada de pestañas fue toda su despedida. Jamás volvía verla en aquella vida que, en tanto ella no esté, seguirá siendo la misma para mí. Mientras espero su regreso, reconozco los paisajes, los caminos, las piedras en que un día la encontraré para, otra vez juntos, iniciar una nueva vida que muestre la certeza de aquella frase escrita, ¡hace tanto pasado! en las piedras que fuesen su refugio: "En el devenir de los siglos, cuando ya nuestro tiempo no exista, tú seguirás en mi alma".

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