viernes, 3 de junio de 2016

EL DESTINO

Escrito en colaboración con Mercedes Estévez. De forma espontánea y sin haber acuerdo previo entre ambos, fuimos dándole continuidad cada uno con un párrafo. Esto fue lo que creamos.

«Eres como las olas del mar. Vienes y vas a tu manera y, cuando uno se confía, lo revuelcas y lo inundas».
Este pensamiento despertó a Alan. Estaba tentado a insistir con la llamada pero en el fondo sabía que no debía pensar por aquella cuya silueta se recortaba ya en el contraluz de la puerta de la oficina. La veía cada día, ¿qué sentido tenía llamarla fuera de horario para proponerle un trato como aquel? Ambos saldrían ganando y, a partir de entonces, si trazaban bien las líneas paralelas de su plan, conseguirían los objetivos que Alan se había propuesto desde el primer día en que llegó a aquella maldita empresa en la que, no en ella si no en su dueño, debería tomar venganza por el asesinato de su mejor amigo cuyo único delito había sido estar en el lugar y momento equivocado cuando el marido de aquella venus entregaba el maletín cargado de billetes a aquellos malencarados nipones de la jakuza que jamás perdonaban una deuda ni olvidaban una cara y que aniquilaban a los testigos sin comer, beber o concederles el ultimo deseo.
El trato era simple, fácil de ejecutar, seguro y sin posibilidades de negociación. Su objetivo no era, estaba claro, el tipo de gente de la que te librabas facilmente una vez que caes en sus redes, pero de eso se trataba. De tomar venganza sin que nadie sospechara cuales eran sus verdaderas intenciones. No quería perder de vista su plan. Quería matar a aquel canalla y la usaría a ella sin ningún remordimiento. Es más, se daría el placer de seducirla.
Quería empezar por arrebatarle algo más preciado que su vida, lo que más deseaba. El orgullo. Conocida la infidelidad, aquel ganster no tendría más remedio que «lavar» su honor. Alan tan solo se defendería de un marido herido y ofuscado. La traición de aquella mujer era mejor arma que un revolver porque le daba la coartada para el crimen perfecto: los celos. Giró la cabeza. Ella se acercaba, con paso lento y sensual, directa hacia donde él se encontraba, luciendo una de esas miradas panorámicas de control del espacio y el tiempo. Se quedó, como cada día, con la boca abierta ante aquella figura de curvas perfectas. El deseo y la lujuria brillaban en sus ojos pero sabía que no debía perder de vista su objetivo, su misión. No se convertiría en presa por una cara bonita y unas tetas... ¡glub! Tragó saliva. La blusa, estratégicamente desabotonada, mostraba el encaje del sujetador y el sugerente canal entre los pechos. Una nube de perfume dulce inundó el aire cuando llegó a su lado. En ese momento, el resto de la habitación ya había perdido importancia. Ella la llenaba por completo. Sacudió la cabeza y le ofreció una silla que ella aceptó con un de esas sonrisas de cuerpo entero. No estaba preparado para que se tambaleara de aquella manera su sed de venganza, su odio. Pero aquellos muslos de piel dorada que la corta falda mostraba generosamente, tenían el poder incluso de hacerle olvidar que ella solo era el instrumento ideal par hacer un daño capital al mal nacido de su marido. Volvió a sacudir la cabeza y la miró directamente a los ojos, más por no ver los encantos que se le ofrecían de una manera natural, sin intención, pero no por ello menos hipnóticos. Esperaba que la ambición de ella le otorgase los dos placeres que más deseaba: su cuerpo y la venganza.
Con una sonrisa entre cínica y burlona, le expuso su plan: despojar a su marido de todo lo que le importaba en la vida, ella y su imperio. No le dijo de entrada que, en un principio solo le movía la venganza, porque sabía que mariposasentía como un objeto, utilizada, se enfurecería. Craso error. Fue ella la que, acercándose peligrosamente, preguntó si sería capaz de ejecutar su venganza sin generar entre ellos ningún otro vinculo que el de la carne y el saldar la deuda de hacer justicia.
Pero el aroma y el calor de aquella piel le embotaba la mente. Tomó la barbilla en su mano y, poco a poco, fue acercando su boca  los tentadores labios. Ella se apartó. Dejó caer la falda al suelo, desabrochó la blusa y soltó el cierre del sujetador ofreciéndole la visión de unos pechos firmes y desafiantes. Con los ojos como platos, sacudió la cabeza por tercera vez. Boqueo, manoteó el aire... Un dolor agudo se instaló en su pecho y cayó fulminado por el infarto.
Las voces se detuvieron ante la puerta. ¿Su marido? Petrificada como estaba, reaccionó por impulso. Recogió la falda y trató de esconderse tras la cortina con la mala suerte de tropezar con la gruesa alfombra. Tratablilló. Intentó apoyarse en un cristal que no estaba donde debía. Veinte pisos la vieron volar.

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