viernes, 17 de junio de 2016

LA LLAMA

Llegó caliente. Su olor la delataba y el humo que surgía de sus faldones, indicaba el foco de aquel calor. Agachandonos un poco, pudimos ver el brillo de unas tímidas llamas que nos dejaron asombrados. ¿Qué hacer? No era cuestión de permitirle una combustión espontánea que acabase con su esencia y la convirtiese en una masa informe y carbonizada.
Pensamos que lo mejor sería la axfisia y la tratamos a base de polvos. ¡Bien! ¡Ya estaba! ¿O no? Vimos como los polvos cambiaban de color empapando el jugo caliente y, de pronto, ¡zas! la llama volvió a surgir. Nos miramos asombrados. Aquello iba en contra de toda la teoría con la que nos habían aleccionado. Pero a lo hecho, pecho. ¡Más polvos! ¡Bien!... o no. Nuevamente brotó el líquido cálido y nuevamente se inflamó. ¿Agua? ¡Ni pensar! Podría expandir aquel magma y provocar un fuego mucho más serio.
Entre tanto, mis compañeros volvieron a polvear en aquel foco pertinaz. De nuevo el fracaso se dibujó en sus caras. ¡Se acabó! Dijera lo que dijese la teoría, yo seguiría mi instinto y, viendo que el asunto estaba muy caliente, decidí enfriarlo a la tremenda. Me abrí hueco entre los de los polvos y apunté el CO2 directo a la llama: ¡Zrumemmmchuutt!
Se hizo un silencio seco, pesado, aplastante. La llama se apagó y todos respiramos aliviados. Habíamos conseguido salvar aquella unidad de tren de la voracidad de las llamas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario