lunes, 18 de abril de 2016

DE VIDEOS Y CULPAS


«Te llegarán mis cartas....», decía la canción. Pues bien, el tiempo no pasa en balde y las tecnologías avanzan sin parar. Con esa perspectiva, hoy día, cuando alguien te quiere dar noticias desde lejos, no te manda una carta, no. Te manda un vídeo que te llega directamente al ordenador, tablet o móvil vía correo electrónico, whatsapp, messenger o similar.
Me váis a decir, seguro, que eso está superado. Que es más directa y más moderna la videoconferencia. Pues si...Pues no. La parte negra de la videoconferencia es que, si no te interesa el derrotero que toma, la cortas y ahí acaba todo. Con el vídeo no. Cuando alguien te envía un vídeo, ya cuenta con que, aunque solo sea por curiosidad morbosa, terminarás viéndolo entero. Si... y hay más de un noventa por ciento de probabilidades de que así sea.
Viene todo esto a cuento de que yo tengo una amiga. Una amiga que aspira, sin ningún género de tapujos, a ser mi amante. No porque yo sea guapo, o divertido, o un fiera del sexo, no. Simplemente, porque sí. Y, también porque si, yo no he querido. Los motivos y razones no vienen al caso. Solo es así. Y así las cosas, ella que si y yo que no, un buen día, pilló un vuelo y se fue a Argentina. No. Para siempre no. Solo de vacaciones. Unos tres meses, día arriba día abajo. La verdad es que, cuando me dio la noticia, en vez de pena por no verla en tanto tiempo, ya dije que somos amigos, sentí alivio. Alivio porque, aunque prime la amistad, la mujer me había jurado que no desistiría de intentar llegar «más allá» y yo, que se como se las gasta, no solo la creo si no que doy fe. Motivos tengo.
Pues bien. Estando ella en Argentina, me llega el otro día a mi correo uno suyo. Naturalmente, sabe que mi mujer accede libre a mi móvil pero, en cambio, no conoce la contraseña de mi e-mail personal. La cosa es que es un documento precioso. Mil imágenes impresionantes de aquella bonita tierra, de su música, de sus gentes... Otras mil de ella ante naturaleza, monumentos, paseando, comiendo, bailando y, de pronto, una de si misma ligerísima de ropa y en una pose altamente erótica que me introduce en la habitación de un hotel donde se va desprendiendo de la ropa hasta alcanzar la ducha. Allí juega con el agua y la espuma sobre su piel mientras la cámara la graba.
Sorprendido y un tanto disgustado, paro la reproducción, cierro el correo y apago el ordenador. ¡Será descarada! Pero, como he dicho antes, sabe con lo que juega y la semilla está sembrada. El móvil, sin siquiera estar encendido, quema en mi bolsillo haciendo que me sienta culpable por llevarla conmigo.
Pero la curiosidad es más fuerte que la culpa. Estoy en el coche, esperando que salga mi hijo de la clase de inglés. Saco el móvil y lo enciendo. Entro en el correo. Abro el vídeo y me salto lo turístico, hasta oír el rumor del agua cayendo sobre su cuerpo. Sonríe relajada. El viaje le está sentando bien. Está guapa. Muy guapa. Radiante. Se acerca y se aleja del objetivo sin alardes, con total naturalidad. Recoloca la cámara y se recuesta en la cama. Aún no ha dicho una sola palabra pero allí, en aquella cama de la lejana Argentina, juega con sus dedos, con su piel, se acaricia sin reservas, se recorre entera para, en una sinfonía de suspiros, jadeos y gemidos, entregarse a su propio juego hasta estallar de placer alcanzando el éxtasis ante, los que sabe, mis sorprendidos ojos.
Estoy alterado, acalorado y jadeante yo también. Dudo en borrar el vídeo o, cuanto menos, la parte sexual pero no me siento capaz. Algo, no quiero saber qué, me lo impide y guardo el móvil junto con la culpa. Después de esto, lo he vuelto a ver un par de veces. También he hablado con ella pero sin hacer mención al «regalo». La culpa es cada vez menor. El vídeo sigue ahí pero el móvil ya no quema en mi bolsillo. Lo miro de vez en cuando y cuanto más lo miro, más tranquilo me siento.
Por fin, creo que he decidido que no hay ninguna culpa en el vídeo. Ni en los deseos de ella. Ni tan siquiera en los míos. Falta aún un tiempo para que regrese y la pregunta surge en mi mente: ¿Habrá, por fin, vencido mis recelos? No intento buscar una respuesta. De momento no me importa. Cuando llegue el tiempo, se resolverá. Sin traumas. Sin tensiones. Sin nervios. Empiezo a pensar que la culpa no existe...

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