viernes, 5 de febrero de 2016

DESTINO


Salí tras ella. La así del brazo y le hice acompañarme hasta la cafetería que hay en la esquina. Allí le di mil y una razones. Le expliqué mi vida, la suya, la de los dos. Permaneció impasible, ajena, con la mirada en un infinito que para ella no existía porque era ella. Lloré. Si. Lloré. Como cuando era niño. Como cuando perdí a mi madre de aquella forma cruel e injusta y dejé de creer en el amor. No en el amor como forma si no como capacidad de querer a los demás. De aquella muerte, creo que lo que más me dolió en mi mente de niño, fue la traición. Lo que yo entendí por traición. Sobre mi cayó el peso de la soledad y la culpé a ella, que murió llorando por perderme, del abandono. De dejarme allí, frente al mundo, sin su protección, sin la seguridad de sus brazos y sin la tranquilidad serena de aquella canción de vida dentro de su pecho.
Aquello pareció hacerle mella. Alzó la cabeza y paseó la mirada por un horizonte que yo no veía. Pura ilusión. Volvió a su desapego, a su desinterés. Dos veces hizo ademán de levantarse pero en ambas se lo impedí. Me aferré a su mano dura, insensible y, sin llegar más allá, a su interior, conseguí que se quedase en la negra silla de plástico.
Le hablé con dulzura, con pasión, con ira, con amor, con desesperación... Fue inútil. Nada conseguía traspasar aquella barrera de frialdad y de incomprensión. Ella ya había tomado una decisión y su peso me aplastaba sin ninguna esperanza. Oprimía mi pecho dificultandome el respirar. Estrujaba mi alma secándola, dejándola vacía. Y en un acto de desesperación, me levanté, la así por los hombros y la zarandeé. Me miró. Solo me miró a los ojos con su mirada fría, dura, muerta y la solté hundido en mi desesperacion, los ojos anegados en lágrimas. Yo volví a casa sabiendo que encontraría, de nuevo, la soledad. Que su cuerpo, si, estaría tendido en la cama pero su alma no. Ya no. La Muerte selló su destino. No me quiso escuchar.

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