viernes, 5 de febrero de 2016

MAÑANA, LA


Cae una fina llovizna. La mañana amanece desapacible. Gris. Fría. La niebla desciende desde las colinas acercándose al valle, cubriendo a su paso los arboles que ponen color al paisaje, las casas que ponen calor. Todo se vuelve gris y anodino. Como mi ser. La llovizna, incesante, anega mi yo inundando sus recuerdos que flotan inertes en las frías aguas de un pasado que, por pasado, tiene nulo valor cara a un futuro con pocas esperanzas.
Vivimos de utopías, de sueños, de ilusiones vanas que se esfuman en la realidad de un mundo duro, competitivo, injusto, en el que se desvanece la propia humanidad, la misma razón del ser majestuoso y todopoderoso que es el espécimen humano.
Y así, se instala la desigualdad y la injusticia. Ambas son, directamente, consecuencia de esa competitividad que nos domina. "Más, más, más", es un mantra que gobierna no solo nuestra vida si no también la de los que nos rodean a quienes se lo hacemos extensivo más allá de su edad, de su personalidad, de sus sentimientos e, incluso, de los lazos que nos unen a ellos. Exigimos a los seres que nos rodean que asuman nuestras creencias, nuestras acciones y nuestro pensamiento. En definitiva, que sean una extensión de nosotros mismos.
Así se crea, creamos, una sociedad fea lejos de los valores más simples de la Naturaleza. Una sociedad egoísta, alejada de la Madre Tierra, a la que explota en el propio y puntual beneficio. A ella y a sus seres de cualquier especie y condición; olvidándose que nosotros mismos, que componemos esta sociedad egoísta y explotadora, somos seres que estamos aquí de paso. Que lo que nos apropiados de ella, no es un derecho personal y exclusivo si no un derecho colectivo que tenemos el deber de conservar y transmitir a quienes nos sucedan en la imparable cadena de la vida.
Pero el egoísmo, la insolidaridad, la crueldad del ser humano, nos impide ser verdaderamente racionales y compartir aquello que recibimos, sin transformarlo en un motivo de discordia, de desigualdad y de dominio sobre nosotros mismos, la humanidad, desde esa niebla que nos cubre y nos impide ver la tremenda y terrible realidad de que el humano es el único ser sobre el planeta que, rompiendo la cadena de la supervivencia, mata por placer, por orgullo, por avaricia o por diversión. Que es el único ser que arranca la vida e interfiere en el desarrollo natural de la evolución para prevalecer sobre otros seres, incluidos los de su propia especie.
Y esta pertinaz llovizna que hoy cae, que anega mi yo y ahoga mis recuerdos haciéndolos flotar en las frías aguas del pasado, se convierte en un estanque infinito en su espacio e infinito en su frialdad que ahoga los recuerdos de toda la sociedad humana que va, poco a poco, diluyéndose en sus propias lágrimas hasta desvanecerse ella misma convertida en víctima segura de esa condición de majestuosidad, de ese sentimiento de ser todopoderoso del patético espécimen que la compone.
Algún día, en algún momento, en algún ciclo de esa Naturaleza que nos cobija, el mundo que conocemos se romperá en mil partículas de razón, en millones de átomos de entendimiento que se reunirán a la luz de un despertar brillante lejos de nieblas cegadoras y pertinaces lloviznas que aneguen la razón y la justicia. Y volverá a vislumbrarse el verde de los árboles recortando el contorno de las colinas contra un cielo azul de ilusión. Un cielo para iluminar la limpia sonrisa de los niños y que rían no solo porque son niños si no porque tienen una razón para hacerlo. Porque tienen delante un futuro. Porque vamos a saber darles el amanecer de una mañana acogedora. Brillante. Cálida.

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