miércoles, 10 de febrero de 2016

VIAJE


Me tumbo en el suelo tal cual, mi piel contra la hierba. Cierro los ojos. No veo. El mundo desaparece como si dejase de existir.
Amanso mi respiración y escucho más allá. La tierra me transmite una música que alguien interpretó en algún tiempo, en algún lugar.
Presto mayor atención y comienzo a comprender el mensaje a través del sonido. Mis ojos están cerrados y sin embargo, mi mente está llena de imágenes, de colores. Otros sonidos se añaden a la música. Voces de niños. Retazos de conversaciones que nada me dicen. Siento ojos que me miran, que escrutan mi cuerpo y percibo mentes que se introducen en la mía tratando de adivinarme, de saberme, de controlarme.
Y en ese estado, soy muy consciente de haber abierto los ojos. Aún así, no veo nada. Tengo los ojos abiertos pero no veo. Desaparecen las voces de los niños, las risas, las conversaciones. La música suena ahora más fuerte, más cercana. Surge a mi alrededor desde la tierra. Me envuelve. Oprime mi pecho y no me deja respirar. Manoteo tratando de encontrar un poco más de aire que inunde mis pulmones pero siento que me hundo, que caigo. La tierra me absorbe y me lleva a ella. Me abraza. Me hace parte de si y yo, fiel, me dejo llevar flotando hasta donde ya no sea yo. Hasta el lugar en que me transforme dejando ir mi aspecto , mi pensar, mi sentir, mi ser.
Un sonido chirriante rompe la envolvente melodía y atrae mi mente hacia él. Lo reconozco. Es el simple "cri-cri" de un grillo. Distante. Muy distante pero firme. Otro sonido se le suma. Es el retumbar de un trueno. Unas timidas gotas caen sobre mi piel desnuda.
Pero la magia de ha roto y, otra vez, vuelvo a dejar la tierra para entregarme al mundo.

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