lunes, 22 de febrero de 2016

INMORTALES


Vivo sin horas, sin días, sin semanas ni meses. Solo los años me abruman. Caen sobre mi, de uno en uno, como una losa que poco a poco aplasta mi materia mortal. Eso es lo malo ya que la otra, la espiritual, sigue intacta. Invariable en el paso del tiempo, en su capacidad de generar sentimientos e ilusiones. Es verdad, eso también debo decirlo, que no genera las mismas ilusiones, los mismos sentimientos, algo que, mas allá de la edad, es fruto de la experiencia. De lo que cada cual haya vivido a lo largo de su existencia. De como haya enfocado su caminar por la ladera, más o menos agreste, que es el paso por el tiempo que se nos presta.
He visto viejos, si, viejos, -reivindico la palabra- llorando como niños porque se les han roto las ilusiones, porque su tiempo se les hizo quimera. Y he visto a jóvenes desesperarse por los mismos motivos. Los sentimientos son los mismos con veinte que con setenta años. Lo que cambia es el enfoque que damos a las causas que los provocan. Cómo llegamos a ellos. La diferencia básica es la prisa. El joven lo quiere todo ya, en el momento que lo piensa. El viejo, en cambio, sabe que no es así. Que si lo quiere para ya, lo debe pensar varios tiempos antes. Ese saber, a lo que en realidad enseña es a esperar. El viejo no tiene prisa por llegar. Su meta, al fin lo ha comprendido, es única. No hay segunda oportunidad, así que cuanto más tarde llegue a ella, mejor.
Y entre tanto, se sigue viviendo, pensando, soñando. Soñar no cuesta esfuerzo y siempre puedo escoger el sueño en el que quiero esforzarme para hacerlo realidad. Pero, eso si, sin prisas. La meta ya no es la realización de cualquier sueño. Ni siquiera intentarlo. La meta es, simplemente, vivir. Subir la ladera a paso tranquilo, pausado, y pararse de cuando en cuando para mirar al valle donde reposan los momentos mejores tendidos entre la suave hierba. También. También veremos los escollos en ella anclados, sobresaliendo del verdor con sus colores grises o marrones. Moles duras y pertinaces que se empeñan en no rodar a la escollera. ¿Y qué? Son pasado. Ya no cuentan. O si cuentan, no marcan ni modifican el camino. Si acaso, los miramos desde arriba sabiéndolos ya superados. Como mucho, nos empujan a volver la vista al sendero, a fijar el paso y a dar un nuevo impulso a nuestro caminar cansino ya, lento, tal vez inseguro pero firme bajo el peso de esas losas que nos hacen encorvar el envoltorio material mientras se refuerza, dentro de él, la realidad inmortal de nuestro ser. La energía perenne que, cuando ya no seamos visibles ni tangibles, nos hará inmortales.

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